sábado, 28 de febrero de 2009

Me confieso culpable


Me confieso culpable de haber ido en pantuflas a la oficina, de haberme comido medio tarro de mermelada en un día, de no arreglar el control del televisor que lleva casi un año dañado, de no ser más disciplinado con mis lecturas, de callar cuando debo hablar, de tener en el clóset ropa que no me he estrenado, de comer mucha sal. Me confieso culpable de no ahorrar porque gano muy poco y porque además me parece aburrido, de llegar tarde al trabajo, de dejar la maleta sin abrir varios días después de haber llegado de viaje, de haberme dormido con la arena en el cuerpo tras un día de playa, de perder el tiempo, de después de comerme las ensaladas tomarme la vinagretas directamente del plato, de ser tan impetuoso, de deprimirme por tonterías. Me confieso culpable de haberme retrasado varias veces en el pago de la tarjeta de crédito, de haber tomado de la nevera agua directamente de la jarra, de quejarme sin necesidad, de no contestar el celular cuando no quiero, de haber mentido, de algunos pensamientos maliciosos, de dejar abierta la llave del grifo del lavamanos cuando me cepillo los dientes, de haberme entregado a la pereza, de olvidarme muchas veces de Dios. Me confieso culpable de ser tan definitivo e intransigente cuando tomo una decisión, de no haber guardado alguna vez uno que otro secreto, de ser un comprador compulsivo, de haberme comido un chocolate gigante en un ataque de ansiedad, de no tener fuerza de voluntad para muchas cosas, de haberme engañado a mí mismo, de ser a veces muy desordenado, de no valorar en muchos casos lo que tengo, de sabotearme a menudo. Me confieso culpable de tantas cosas...

José Roberto Coppola

miércoles, 25 de febrero de 2009

El "todo" no existe


¿Y qué es "todo"?

José Roberto Coppola

jueves, 19 de febrero de 2009

La chica que se preparaba para ser feliz

Alejandra aleteaba sus párpados maquillados de verde. Tenía los ojos brillosos. Se había tirado conmigo en la alfombra de la oficina a hacer terapia de piso. Allí, lanzados boca arriba comenzamos a hablar de la felicidad. Alejandra miraba el techo. Yo la miraba a ella.

-Me estoy preparando, me dijo sorpresivamente.
-¿Para qué te estás preparando? , le pregunté curioso.
-Me estoy preparando para la felicidad, me respondió resuelta.

Alejandra se estaba entrenando para recibir a la felicidad. Había decidido ser feliz.

José Roberto Coppola

martes, 17 de febrero de 2009

Me gustan los mediodías

Creo que tiene que ver con el sol que me despierta la piel. Es el calor, es la luz, es la claridad. Los mediodías son magnéticos, energéticos. Tienen esa calidez que electrifica. Me cargan y me activan. Me tonifican los ánimos. Los mediodías son intensos porque el sol reverbera, la luminosidad es ubicua, la incandescencia te obliga a abrir bien los ojos, a estar alerta. Los mediodías es cuando más vivo me siento. Me gustan porque son agitados y revueltos, pero tranquilos al mismo tiempo. Son como modositos pero dispuestos al desenfreno. Me siento bien con su contenida liviandad y mesura. Creo que tiene que ver con el cielo que es como más grande y que su azul es otro, tiene un tono más reposado. Todo es más caluroso, más transparente, más liviano. Hay como inmensidad en ellos, algo entre tórrido y calmado. Tienen como una lentitud incendiaria, esa quietud que desespera las pasiones, que invita al alborotado sosiego, que te estremece la piel y la pone como un radar, su calor da escalofríos. Todo se puede soñar al mediodía . Todo se puede hacer al mediodía. Son más vivaces, me queman los sentidos, me recuerdan que existo. Todas las ideas se me incendian al mediodía. Es el momento más potente del día porque los rayos golpean y acarician de igual modo. Creo que tiene que ver con su rapidez, con que duran poco. Es la temperatura que me enciende el cuerpo, es su austeridad, es su presencia. Me gusta su calurosa pausa, necesito su luz. 


Pd: lástima que la gente no les rinda tributo.

José Roberto Coppola

domingo, 15 de febrero de 2009

Mi yo radical

No me gusta repetir sufrimientos. Me lo impido. No me lo permito. Está prohibido para mí. Me he blindado ante las facilidades de las lágrimas ya lloradas. No quiero volverme experto en aliviar mis propios ardores. Ahora soy implacable frente a la amenaza. Soy radical. No doy oportunidades a las heridas. No reparto ocasiones. Ya no. No hay chances para repasar dolores ni para descoser cicatrices. Soy drástico. No voy a desarmar mi corazón. Rechazo las opciones de convertirme en víctima. Tengo miedo a calcar mis propias tragedias. Por eso soy definitivo. Conmigo ya no hay retrocesos. Ninguno. Soy severo ante las garantías y riguroso ante las intensiones. A veces me sorprendo de mi propia determinación, me asusto, pero no flaqueo. No doy, ni me doy concesiones. Me he vuelto frío. El temor a los dolores repetidos me ha endurecido. No necesito soportar, aguantar, sobrellevar tristezas revisadas. No voy afligirme igual, ni parecido. No. No. Soy impermeable. Soy duro. No cedo. Sufrir por lo mismo no es una posibilidad.

José Roberto Coppola

miércoles, 11 de febrero de 2009

Me aborrezco

La piel me pesa, es como si la hubiese puesto días en remojo y ahora estuviese revestido de ella. De esa piel mía húmeda y pesada. Estoy pesado. Me pesa todo y nada, pero es mi todo y mi nada. Quiero reivindicar mi pesadez. No deseo subestimarla, mucho menos condenarla porque además no tengo ánimos para hacerlo. Sólo tengo voluntad para mis necedades. No puedo más. No aguanto más. Me estorbo yo mismo. Me aburro de mí mismo. No me soporto. Me molesta el roce de mi propia piel. Me quejo de todo. Me aborrezco. Estoy adicto a mis lamentos, pero no quiero convertirme en un hombre lastimoso. Estoy empapado de mí. Quiero llorar, el peso no me deja y además no sé por qué llorar. Necesito inventarme una razón para sufrir. Qué peso el mío. Qué fastidio el mío. Siento pena de mí.

José Roberto Coppola

sábado, 7 de febrero de 2009

Un corazón hecho polvo y una escoba

Cada vez que mi amigo Fernando escucha de ella termina agarrando la escoba y comienza a sacar el polvo de su habitación, a barrer su propia tragedia. La nuca doblada, la mirada atada al piso, el mango de la escoba apretado con los dos puños muy juntos. Ante la imposibilidad de exprimir su propio corazón, Fernando estrangula el palo de la escoba, a veces lo aprieta tan fuerte como un abrazo, como el que ya no puede darle, como el que le daría si se la consiguiese de nuevo. Fernando barre y barre. Quisiera él barrer todo lo que piensa. La última vez que la vio fue después de ese beso que le dio en el aeropuerto. No sabía él que no la volvería a tener. Fernando barre despacio, recoge cada tanto su historia hecha polvo, convertida en basura. Varias veces lo he visto llorar con la escoba en la mano. Sus lágrimas terminan mojando los escombros de sus propias sobras. Fue el adiós más largo que jamás imaginó. Ella allá. Él acá. Una distancia. Un pleito. Una separación. Un más nunca. Un amor hecho polvo. Y no la volvió a ver. La perdió. El sonido de la escoba de Fernando es tormentoso, las cerdas se arrastran por el suelo con desganada furia. Fernando barre y barre, con la cara abajo, buscando su propia desgracia para sacarla de su vida, tanto a ella como a su desgracia. Sus suspiros prorrumpen como un lamento a la deriva. Una respiración que cruje. Sabe que no la puede recuperar. Eso de que "nunca es tarde" cuando lo empezó a creer ya era muy tarde. Nunca es nunca. Tarde siempre es tarde. Fernando sigue barriendo. El vaivén de su barrer es angustioso, calmado, desesperante. Fernando barre con culpa. Repasa todo lo que no hizo. Fernando barre con fatiga. Sigue sacando polvo. Se recrimina todo lo que pudo hacer. Fernando barre con desasosiego. Acumula con la escoba todas sus miserias. Barre todos los momentos que vivieron juntos. Fernando barre con rabia. La escoba tropieza torpemente contra los bordes de las paredes. Fernando no levanta la mirada. Recuerda que faltan unos días para que ella se case. Piensa en que pudo haber sido él, en que debió haber sido él. Agarra la pala, recoge con la escoba todo el amor que barrió y lo bota a la basura. 

José Roberto Coppola

martes, 3 de febrero de 2009

Ella no sabe que es estupenda

Mi amiga Carla puede enumerar uno a uno todos sus "defectos". Todos. Se los conoce con cuidado. Es capaz de describir cómo son, cómo la hacen sentir (lo hace con prodigioso detalle) y cómo perjudican a quienes la rodean (acá es una experta). Carla sabe explicar lo pésima que es, lo torpe que es, lo inepta que es. Y sí, es pésima, torpe e inepta, pero para reconocer tan sólo una de sus virtudes, que son miles. Carla sabe que es atormentada, conflictiva, desordenada, impuntual, enrollada, caprichosa, ególatra, malcriada, manipuladora. Pero no sabe que es inteligente, generosa, responsable, creativa, ocurrente, apasionada, trabajadora, noble. No, ella no sabe nada de eso. No, ella no puede reconocer nada de eso, pero sí puede pormenorizar sus fallas, categorizarlas y clasificarlas (estricta y minuciosamente). Carla conoce bien (en demasía, en exceso) sus defectos y puede explicar todos sus cómo: cómo son, cómo funcionan, cómo reaccionan, cómo varían, cómo se activan, cómo mutan... No sabe verse a sí misma de otra manera, no sabe distinguir sus virtudes en su propio espejo, no sabe escuchar los cumplidos (y eso que le encantan). Carla no admite que es valiente, desenfadada, audaz, arriesgada, osada, aventurera. Carla no valora que es buena amiga (de las mejores), buena hija, buena periodista, buena esposa, buena hermana y que será buena madre (sólo piensa en la mala mamá en que se convertirá). Carla sabe que es desastrosa (para mí un "exquisito desastre"). Carla sabe que es mentirosa, pero no se recuerda cada vez que tiene que decir -y dice- las verdades sin frenos. Carla es genial, es única, es fenomenal, es maravillosa, es fabulosa, es grandiosa, es fantástica, es magnífica. Carla es todo eso y más. Pero Carla es miope y no porque use lentes -esas monturas rojas que tan bien se ven delante de sus ojos pequeños- sino porque no puede ver que ella es estupenda.

José Roberto Coppola