El cuerpo tibio de tanto estar en cama. La luz tímida y cálida que atraviesa la ventana. Protegido por mi bata de cuadros grises leo un poco. Anoto una frase en mi cuaderno de citas. Suelto el libro. Me llega un mensaje en el celular. Pienso en leerlo después. Continúo en las páginas del libro y después de un rato cierro los ojos. Apoyo el libro abierto en mi pecho. Abro los ojos, veo la luz tímida y cálida de la ventana y no sé si he dormido seis, dieciocho o cuarenta y dos minutos o si fue un lento pestañeo. Retomo las líneas de mi lectura y luego paro. Me provoca revisar el mensaje en el celular, no me provoca responder. Me vuelvo al libro. Anoto otra frase. Veo la caligrafía con la que he copiado citas durante todo el tiempo que he llevado ese cuaderno empastado de hojas blancas y noto que en un momento mi escritura fue más sosegada, luego se hizo más agitada y ahora se está volviendo como indiferente. Regreso al libro. Suspiro. Mis pensamientos se sedimentan y se pierden en su propia profundidad. Mi cuerpo sigue tibio. Tomo el celular y respondo el mensaje. Miro un rato el techo. Me reacomodo la almohada bajo la nuca. La luz de la ventana tiene ahora el color de una alucinación. Mis ánimos están en reposo. Suspiro. Me muevo cómodo en la cama. Me distraigo en el vacío. Pienso en que me gusta que mi cuarto sea blanco. Mi respiración también está tibia. Retomo el libro, me quedo un rato leyendo. Hago una pausa. Veo la venenosa luz de la ventana. Abro otra vez el libro. Y en eso sigo un buen rato.
José Roberto Coppola