Siento la piel tirante, como si una película impermeable se hubiese adherido a ella. El corazón me late distinto en un sonido potente, tranquilo, espaciado. Creo que no voy a sufrir más y lo creo de verdad, confío en que nada podrá derrotarme. Me siento inmune. Me siento como imagino que debe sentirse el que ha despertado de una larga cura de sueño. Me vuelvo más flemático, más manso, más calmoso. Es como un estado de una hibernación consciente, como si fuese un lúcido sonámbulo. Experimento una alegría apacible, infinita y hueca. Una felicidad elástica. No hay momento, no hay tiempo. Es como si el futuro y el pasado no existieran y el presente fuese la única opción. Me siento invencible. Siento que transpiro una sustancia radioactiva que me protege. Me siento conservado ante el peligro.
Es la anestesia del dolor. Y camino con pisadas de terciopelo, y respiro un aire denso y esponjoso, y veo como si tuviese puestos unos lentes tridimensionales. Siempre siento esta anestesia después de haberme encontrado abatido y vencido. Justo cuando creo que no puedo sufrir más porque el tanque del sufrimiento se quedó vacío. La vivo luego de asumir que no lloraré jamás. Es un engaño benigno del cuerpo. Es una trampa de mis propias percepciones. El trance no es eterno, tiene un final. Y como toda anestesia, se pasa, se acaba y vuelvo a sentir de nuevo.
José Roberto Coppola