Los dos acostados boca arriba en la alfombra de la oficina. Mi amiga Magaly, sobre hojas de papel blanco por su aversión a los microbios y yo sobre la alfombra misma. Estabamos en una terapia de piso. Hablaba yo de que deberían vender en el supermercado o en la farmacia pócimas de la fantasía. Que si un día querías sentirte descarado, ibas, comprabas una y listo. Que si otro día querías sentirte que nada te importara ibas a la farmacia o al supermercado y la comprabas. Debía haber pócimas para todo: para estar alegre, para sentirse como un millonario, para sentirse sexy -alegué que si te tomabas la de sentirte millonario y sexy podías estar ante un cóctel muy peligroso-. Pócimas para no sentir culpa, para sentirte feliz por unos tragos encima (sin tenerlos), para estar en paz, para sentirse desinhibido (puede provocar que te quieras desnudar en cualquier parte), para sentirse rebelde... Magaly hablaba de una pócima para sentirse como cuando cumples años -aunque esta debería tener una advertencia, hay quienes no les gusta cumplir año-. Pócimas para que el trabajo no te pese, para sentirte envidiado, para curar el dolor, para decir todo lo que te provoque -esta debe ser tomada con el conocimiento de las consecuencias-. Unas debían ser activadores de sensaciones y otras un antídoto. En el anaquel debía haber pócimas para sentirse valiente, para pasar inadvertido, para sentirse arrogante, para no sentir miedo, para conseguir la calma... Pócimas para todo, pócimas de la fantasía.
José Roberto Coppola