Cuando se ataba el pelo en una cola frente al espejo, se sorprendía porque no estaba llorando. Cuando usaba sus lentes de sol no era para esconder su propio drama, ni unas ojeras aciagas, ni unas pestañas empapadas. Cuando hablaba con sus amigos por teléfono no estaba contándole sus tristezas, ni sus penas. Cuando caminaba por la calle pisaba firme, no doblaba los hombros, movía su cola de caballo en un inquieto vaivén y abría bien sus ojos negros para enfrentarse a lo que le venía. Cuando se tomaba un vodka con jugo de naranja a pequeños sorbos en una noche de fiesta con un par de amigos, se asombraba de que no estuviese triste. Cuando tenía reuniones de trabajo y se encontraba hablando de negocios se convencía a sí misma que la vida debía continuar. Cuando reconocía parca y con los labios apretados que se estaba separando, no lo hacía para que quienes la querían se preocuparan sino para participarles que ella estaba bien. Cuando se veía en el retrovisor de su carro no descubría ninguna lágrima escapada. Cuando taconeaba por su apartamento antes de salir, el eco de la soledad repicando en el piso no la derribaba, aunque eso le recordara que ya no estaba él. Lo que ella no sabía era que esa manera de mover el cabello de un lado al otro, esa forma de abrir en alerta sus ojos negros, esa mueca de apretar sus labios cuando hablaba, eran sus formas de llorar. Y cuando de noche iba al
freezer por un tarro de helado y le daba cucharadas frente al televisor también estaba llorando, aunque sus mejillas no estuviesen siquiera mojadas.
José Roberto Coppola