El día siguiente ando con el alma vacía. Después de una noche de baile y tragos siempre termino igual: con el desconsuelo metido en la piel. Cada vez que me trasnocho me siento culpable. Una culpa incierta y agobiante que se hace vertiginosa, me desorienta y me derrumba. Al salir de ese caos en el que no hay otra droga que los ritmos, las alegrías, las luces, los cuerpos, las copas, la algarabía y el sudor que encierra cualquier discoteca, me enfrento siempre expectante a madrugadas exterminadoras y solitarias de azules imprecisos que me hacen sentir un hombre miserable. Y termino extraviado en los espirales de una vorágine de inexactitudes que distorsionan el gozo en delito. Y me siento condenado. Como si hubiese hecho algo malo. Paso de la felicidad a la ruindad, de la oscuridad cierta a una vaga claridad, de la exaltación al desasosiego. La noche comete sus estafas. Pero aún así no voy a dejar de salir a bailar hasta los trasnochos. Porque finalmente la culpa sólo dura unas horas.
José Roberto Coppola