
Me confieso culpable de haber ido en pantuflas a la oficina, de haberme comido medio tarro de mermelada en un día, de no arreglar el control del televisor que lleva casi un año dañado, de no ser más disciplinado con mis lecturas, de callar cuando debo hablar, de tener en el clóset ropa que no me he estrenado, de comer mucha sal. Me confieso culpable de no ahorrar porque gano muy poco y porque además me parece aburrido, de llegar tarde al trabajo, de dejar la maleta sin abrir varios días después de haber llegado de viaje, de haberme dormido con la arena en el cuerpo tras un día de playa, de perder el tiempo, de después de comerme las ensaladas tomarme la vinagretas directamente del plato, de ser tan impetuoso, de deprimirme por tonterías. Me confieso culpable de haberme retrasado varias veces en el pago de la tarjeta de crédito, de haber tomado de la nevera agua directamente de la jarra, de quejarme sin necesidad, de no contestar el celular cuando no quiero, de haber mentido, de algunos pensamientos maliciosos, de dejar abierta la llave del grifo del lavamanos cuando me cepillo los dientes, de haberme entregado a la pereza, de olvidarme muchas veces de Dios. Me confieso culpable de ser tan definitivo e intransigente cuando tomo una decisión, de no haber guardado alguna vez uno que otro secreto, de ser un comprador compulsivo, de haberme comido un chocolate gigante en un ataque de ansiedad, de no tener fuerza de voluntad para muchas cosas, de haberme engañado a mí mismo, de ser a veces muy desordenado, de no valorar en muchos casos lo que tengo, de sabotearme a menudo. Me confieso culpable de tantas cosas...