domingo, 31 de mayo de 2009

El tobogán que me desafió

Me detuve en la arena hundida frente a él. Lo vi de frente. Me estaba retando. Yo lo estaba retando también. Sus sinuosas ondas metálicas me estaban provocando. Él decidió desafiarme frente a los niños que me rodeaban. Si creía que no podía sentirme como un niño de nuevo se equivocaba. Subí por unas escaleritas de cuerda y me situé arriba. Me iba a lanzar por el tobogán como otro niño más. Mis pies colgaban sobre su cuerpo de metal. Se me alborotó el corazón de algarabía. Vi el corto precipicio que me esperaba. Suspiré fuerte, tomé impulso y me deslicé. Mi respiración despegó como un cohete. El cielo azul pasó por mis ojos como electricidad. Llegué abajo con la alegría todavía en el cuerpo. Me senté en la punta del tobogán, coloqué mis pies en la arena hundida por las pisadas de tantos aterrizajes y fui feliz.

José Roberto Coppola

martes, 26 de mayo de 2009

Mi depresión pre-viaje

Basta que compre el pasaje para que me llene la misma tristeza. Es como si fuese el impuesto de salida que tengo que pagar por tener que partir. Por lejano o cercano que sea el viaje, siempre me asalta la misma sensación. Es mi depresión pre-viaje. Ando entonces con los ánimos estremecidos porque me voy a abandonar en otro país. No es fácil abandonarlo todo, aunque me las dé de valiente y diga que sí. No es fácil abandonarse, aunque también me abombe de coraje y diga que sí. Porque para mí estas idas son un viaje a mí mismo. Siempre me pasa y me pesa lo mismo los días previos a tomar un avión. Los días anteriores a la partida no son fáciles para mí. Como si no fuese suficiente cargar las maletas que siempre llevo. Ese "irse" siempre me genera zozobra. Como zozobra me da cuando tengo que volver.

José Roberto Coppola

lunes, 25 de mayo de 2009

Mis ganas de no volver

La excusa siempre me la invento cuando se acerca la noche. Tengo un repertorio infinito: "urgencia" de ir al banco (de esos que abren hasta las 9:00 pm), ganas de cenar y de no preparar nada en casa o ganas de cenar afuera porque no me provoca lo que tengo en casa, deseos de comprar un libro, una camisa, un postre, una revista o un no sé qué que me hace falta, caprichos de pasear por un centro comercial, antojo de ir al cine solo o con alguna amiga, ganas de un Martini o una copa de vino, "necesidad" de adelantar algún reportaje o entrevista en la revista donde trabajo, ganas de ir a escuchar música en algún local nocturno. Simplemente ganas de no volver a casa. Ganas de no regresar. Ganas de no estar en pijama en la cama. Cada vez que se acerca la noche me pasa lo mismo, me las ingenio para no aterrizar en mi casa. Nunca procuro salir temprano de la oficina. Siempre tengo una razón valiosa, poderosa, importante para no llegar a casa. Y puedo darme a mí mismo motivos lógicos, irrefutables, creíbles. Es un autoengaño. Hay una sola verdad: nunca me han gustado los regresos.

José Roberto Coppola

jueves, 21 de mayo de 2009

Esas gotitas

Iba metido en la esquina oscura de atrás del taxi que se movía a toda velocidad. El tablero del kilometraje brillaba de azul eléctrico. La noche era una sombra húmeda. El carro corría por el asfalto mojado del llanto del cielo negro. La lluvia había dejado su rastro en las ventanas del taxi que avanzaba con rapidez de vértigo. Las gotas de agua temblaban en el vidrio por el viento furioso y se volvían gotas de luz por los faroles de la avenida. Las gotas de agua se tornaban fosforescentes. Lluvia de llanto de agua brillante. Yo veía los agresivos colores a través de la ventana. Veía el agua, veía la lluvia, veía mi llanto en esa lluvia. Mis lágrimas eran esas gotitas en la ventana. El carro rodaba con fiereza por las calles solitarias. Cuando era niño mi mamá nos llevaba en su carro a mi primo Nicola y a mí para el colegio. Si esa mañana había llovido recuerdo que jugábamos a escoger una gotita de agua de lluvia entre las muchas que había en la ventana y perdía aquel que su gotita se resbalara hacia abajo primero. El movimiento del carro y el viento hacían tambalear las gotitas del vidro hasta caerse. Era una distracción inocente. Muchos puntitos de agua. Muchos. Gotitas de tristeza. Gotitas de mi lluvia interna. Traté de llorar, pero no pude. Los puntitos mojados de luz me hacían pensar en toda la tristeza que tengo adentro, en todas esas gotitas que están en las ventanas de mi corazón y no he dejado escapar.

José Roberto Coppola

lunes, 18 de mayo de 2009

Decidí no peinarme

-Péinate, tienes el cabello alborotado, me dijo mi jefe como quien advierte a alguien sobre algo de lo cual no se ha dado cuenta.
-Es que decidí no peinarme. Ya no me peino, es una nueva filosofía de vida, le expliqué.

Él me miró con ojos de desconcierto. No pudo decir más nada.

Pasó una mañana. Me levanté de la cama y resolví que no me peinaría por un tiempo. Algunos amigos me han comentado que ando despeinado, mi mamá me ha dicho que me veo como un loco, mi hermana me ha invitado a usar el peine y hasta alguien me comentó que me criticaban porque me ven como el tipo excéntrico que anda "despeinadito". Quiero andar con el cabello revuelto. No me importa lo que piensen. "Se siente una sensación de libertad extrema", le dije a mi amiga Magaly acerca de mi nueva forma de vida. Es mi pequeña rebeldía. Es mi manera de decirle al mundo que nada me importa. Mi modo de ser un poco salvaje. Un tanto desfachatado. Mi experimento de vivir ajeno a los códigos. Mi forma de mostrar mi imperfección. Mi manera de provocar un poco, quizás. Mi idea incomprendida de la felicidad. Así despeinado he vivido los días más alegres en mucho tiempo.

Y cuando alguien me dice: 
-Estás despeinado.
-Sí, lo sé, le respondo con algo de descaro.

José Roberto Coppola

viernes, 15 de mayo de 2009

Nadie se salva

"Siempre habrá una razón para que seas juzgado".

José Roberto Coppola

martes, 12 de mayo de 2009

Ese tierno frenesí

Por segundos parecía una niña, por segundos una femme fatal. Envuelta en su bufanda morada, se estremecía con esos movimientos químicamente inocentes, pero magnéticos, puros y llenos de furor. Acostada junto a mí en la alfombra de la oficina -la había invitado a hacer terapia de piso- Enza veía el techo con esa mirada oscura de noche brillante. Revoloteaba sus cabellos negros con agitación, tenía desatado un corto circuito en la piel, movía con suavidad y a veces con dulce violencia el rostro de un lado a otro y soltaba con sus labios de pucheros palabras de gamuza. Los pensamientos alevosos le alborotaban el cuerpo. Tenía la consternación y las intenciones metidas en la existencia. Y el arrebato en ebullición. Con su peligrosa candidez, Enza me contaba ese deseo que se quería comer como quien se come un chocolate. Pecaminosa e inocente. La euforia le hormigueaba y le hacía cosquillas. Pestañeaba con ternura cuando hablaba de esa ilusión posible, de esa ilusión imposible, de esa gran travesura que quería vivir no como una Lolita sino como toda una mujer.

José Roberto Coppola

domingo, 10 de mayo de 2009

Sucios de arena y chocolate

La caja de bombones Baci, abandonados en la arena, empezó a derretirse sin que nos diéramos cuenta. El sol los había puesto a sudar. Aquel primero de enero mi amiga Carolina y yo habíamos ido a una playa solitaria con mis chocolates favoritos. Cada tanto nos los metíamos en la boca con la vista sedimentada en las suaves olas. Hablábamos de nuestras futuras ambiciones y de muchas otras tonterías. Hasta que los bombones se nos empezaron a resbalar entre las yemas de los dedos. El calor había empezado a deformarlos. Con sus manos untadas de chocolate Carolina me manchó la cara y yo le ensucié un hombro; me llenó de chocolate un brazo, yo le embadurné una mejilla; me llenó de marrón el cuello, yo le endulcé la espalda. Nos comíamos un bombón y lo que nos quedaba en los dedos lo usábamos para ensuciar al otro. Nos perseguimos por la orilla de esa pequeña playa para empalagarnos el cuerpo. Después nos enchocolatamos nosotros mismos entre risas y los jadeos que nos había dejado el haber corrido. Habíamos comenzado el año sucios de chocolate y arena. Cada uno empezó a lamerse los dedos después de retirar los restos de chocolate que nos quedaba en la piel. Después salimos corriendo como dos niños y fuimos a zambullirnos en el mar. 

José Roberto Coppola

jueves, 7 de mayo de 2009

El latir de los balcones a la medianoche

Hay algo peligroso en los balcones a la medianoche que me atrae sediciosamente. Me encanta ver la oscuridad de terciopelo a través de ellos, escuchar los latidos inquietantes del silencio a través de ellos, sentir la adultera brisa a través de ellos. A medianoche los balcones me insinúan todo su miedo y libertad, toda su demencia y vanidad, todo su arrojo y saña. A veces me detengo a ver desde las alturas toda su vastedad. Me gusta ver las noches desde los balcones, ver como las lucecitas se apagan, el aire se hace más frío, los sonidos más espaciados. Las noches son tímidas e intrépidas al mismo tiempo. Me gusta ver el sublime encanto que se deshace entre la rapaz infinitud de tanto negro. Me fascina la sensación de sentirme atrapado por su aterradora inocencia. Muchas noches me levanto y me asomo incauto en el balcón, a mirar hacia afuera, sólo a mirar. Y me dejo acariciar por su sedosa vulnerabilidad y olfateo el pánico que hay afuera y veo de lejos el peligro de esa nocturnidad a la que casi nunca estoy expuesto. Y siento el poco riesgo que he tenido en mi vida. Y me da vergüenza la poca calle que he llevado. Quizás por eso me gusta mirar a través de ellos. Veo la noche desde arriba, desde la distancia y me resulta excitante lo devastadora que puede llegara ser. Me encantan los balcones a la medianoche porque siempre entonan las apacibles pulsaciones de eso inminente que no sé qué es y que está afuera y que nunca termino por descubrir.

José Roberto Coppola

domingo, 3 de mayo de 2009

No sé si sobreviviré

Me miré al espejo y pensé que no sabía si sobreviviría a mí mismo. Allí estaba mi mirada de desasosiego acechándome. Cerré los ojos y todo se hizo negro. Decidí caer, dejarme arrastrar. Y comencé a bailar al ritmo de la versión de I will survive de Cake que estaba sonando. Mis pies y mis manos se entendían solos en el espacio. Seguía la música sinuosa y adictiva. Mis movimientos eran de alto voltaje. Suspiraba con angustia. Quería desbocar todos mis tormentos. Bailaba con los ojos cerrados. Mis tragedias me erizaban e incendiaban la piel. I will survive/ as long as I know how to love/ I know I will stay alive/ I've got all my life to live/ I'got all my love to give/ and I will survive/I will survive. Seguía moviéndome con la cadencia de la música, pero no me la creía. No sabía si tendría toda mi vida para vivirla. Mis poros destilaban un sudor templado. Danzaba con mi vacío. Le enseñaba pasos a mi desdicha ¿Tendré yo la voracidad para sobrevivir? Me entregué. La sonoridad de la canción me seguía agitando el cuerpo. Daba giros con mi melancolía. It took all the strength I had/ not to fall apart/ kept trying hard to mend/ the pieces of my broken heart/ and I spend oh so many nights/ just feeling sorry for myself/ I used to cry. Estaba en trance. Quería sudar toda la furia. Bailaba con la libertad de quien sabe que nadie lo ve. Todo era opaco. La melodía era un falso alivio. No tenía la voluntad para sobrevivir. Yo bailaba. El ritmo se volvía zozobra, se volvía ansiedad.  Tarareaba la canción. Había invitado a bailar a mi desgracia. Mi cuerpo se estremecía. No sé si sobreviviré. No lo sé. No lo sé. I grew strong/ I learned how to carry on. Si aprender a continuar es sobrevivir tengo mucho que aprender. Me deshice en esa canción. Seguí bailando y no paré...

José Roberto Coppola